miércoles, 27 de octubre de 2010

Fantasías Mundialistas



Esta vez las lineas no las escribiré yo. Con enorme placer, doy paso a un delicioso relato escrito por mi buen amigo Jorge Loaiza.

Imperdible y emocionante. Recomendadísimo.



Fantasías mundialistas

Todo pasó tan rápido que aún me cuesta terminar de creerlo. Eran días oscuros. Decían que el gobierno de Santos iba a ser muy positivo, pero para la mayoría del país, eso resultó ser falso. En lo personal, el negocio andaba quieto, los denarios no alcanzaban pa’ un carajo y estaba vetado en los escenarios cuenteriles de la ciudad por andar despotricando de nuestro magnánimo mandatario. La desesperación era tanta que estaba a punto de volver a ser religioso.

Hasta que llegó aquel impredecible mensaje de mi amigo Clemens, un neozelandés que conocí cuando vino a Colombia a un plan de intercambio universitario. Me contaba que había renunciado a su empleo, decidido a buscar nuevos horizontes para no tener su tiempo atado a una empresa nunca más. Y me anunciaba una pronta visita, pues quería volver a esta tierra que tan fascinante le había parecido. “Tenemos que ir de nuevo a ver al Rojo en la norte”, escribió el rubio a manera de despedida que anticipaba el encuentro.

Pocos días después, salíamos del coloso de la 74 abrazados, rojos hasta los ojos, de saltar y celebrar con el Poderoso, mientras fumábamos la pipa de la paz. Fue un 4-1 al Junior, que él festejó como el más ferviente hincha. Y es que era bien futbolero el Clemens. Se enamoró del Medallo porque tenía en su uniforme los colores de la bandera de su país y lo seguía a distancia gracias a las noticias que encontraba en la red. Ahora le resultaba casi increíble estarlo viendo de nuevo. Cantaba en la tribuna, después de finalizado el partido, sin querer irse. “Vamos por unas polas”, dijo en su enrevesado español y pronto estuvimos brindando con la bebida de los obreros.

Entre birras y plones hicimos el obligado inventario de nuestras vidas: los trabajos, los días, los amores, los recuerdos. Casi sin querer llegamos al tema político. Él sabía que las cosas no iban bien por estos lados… Bueno, cualquiera con dos dedos de frente podía percibir que el malestar flotaba en el aire. Entonces me la soltó: “Jorge, yo no quiero trabajar más para empresas. Quiero un negocio propio para ser como el Medellín: independiente… Y para montar un negocio, nada mejor que contar con un paisa”. No lo pensé mucho: nada tenía que perder. Le conté a la niña de los labios de rubí, con la firme convicción de que mis primeros ahorros serían para enviarle a ella los tiquetes. Hice maletas y arranqué. Rumbo a Wellington, sí señor.

Nueva Zelanda vivía una fiebre de fútbol irrepetible en su historia. La decorosa actuación alcanzada en el mundial de Sudáfrica había entusiasmado a las nuevas generaciones por la práctica del deporte de multitudes. Con Clemens habíamos hablado de invertir en un restaurante, pero viendo ese auge futbolero que se vivía en la nación oceánica, decidimos cambiar de planes. En un par de meses tuvimos todo listo para inaugurar nuestro flamante negocio: Canchas sintéticas: “The Kick”. La idea no pudo ser más exitosa. Nuestro local exigió la instalación de un restaurante. Medio Wellington venía a visitarnos, bien fuera a jugar, a tomarse una cerveza, a escuchar las historias futboleras del administrador. Las mías, obviamente.

Y un enamorado del fútbol como yo, no iba a privarse de jugar de vez en cuando. En mis horas libres, pasaba de las oficinas a la sintética, donde descollaba por mi talento. Bueno, se pueden imaginar lo que significaba el sabor latino entre un montón de neozelandeses neófitos. Las niñas le hacían bulla a cualquier gambeta mía, los manes me pedían consejos para patear y hasta hice popular la tradicional celebración de mis anotaciones, con vuelta canela incluida. Aún así me costó creerlo cuando Mr. Geoffrey Taylor me invitó a hacer parte del equipo que estaba conformando en la Victoria University of Wellington. Lateral derecho. Dueño de los cobros con pelota parada. Capitán en honor a mi veteranía: 32 pirulos y todavía corría a la par con universitarios. Sí, sin duda alguna, ídolo de nuestra incipiente afición.

Salimos campeones nacionales universitarios. Todo Wellington venía a “The Kick” a tomarse fotos conmigo, a pedirme consejos si era futbolista activo, a compartir alguna recochita en la que me metía a jugar cuando no estaba en competencia. El equipo de la ciudad andaba caído en la liga y tras nuestra destacada campaña, las directivas buscaron a Mr. Taylor para que se encargara del Team Wellington. Las puertas del profesionalismo en el fútbol se abrieron para mí cuando tuve la edad de Cristo. El mío no era el sueño del pibe, sino el del cucho. Sí, jugábamos en un estadio con capacidad para 5 mil espectadores, mis actuaciones sólo se veían en Colombia por medio de mi perfil de facebook, en pequeños resúmenes captados con cámara casera… Pero al fin podía decirlo sin temor a faltar a la verdad: “¡Mamá: estoy triunfando!”.

Había hecho una nueva vida en Nueva Zelanda. El negocio de Clemens producía fortunas. La niña de los labios de rubí se había instalado a mi lado. Conseguí la ciudadanía neozelandesa. Salimos campeones de la liga en 2013. La selección nacional había conseguido sin problemas ganar el cupo al repechaje para el mundial brasilero. Pero el reto, resultaba mayúsculo: había que vencer a Australia para estar en la cita orbital. Los canguros siempre habían tenido paternidad sobre mi patria adoptiva. Después de firmar un suculento traspaso del Wellington Team a un equipo coreano, llegó mi llamado a la selección.

Tras un empate a cero tantos en Sydney, 35.000 espectadores colmaron las tribunas del Westpac Stadium esperando la gesta heroica que nos diera el tiquete a Brasil. 87 minutos habían transcurrido y las defensas seguían siendo superiores a las delanteras. Un cambio de frente llegó con precisión hacia mi costado. Amortigüé con el muslo, enganché hacia adentro, me disponía a rematar cuando fui derribado en el vértice del área por un central australiano. Penal que el árbitro sancionó sin dudar. Tomé el balón. Elegí el ángulo izquierdo superior del portero. Golazo. De pica barra. Estábamos en Brasil y yo tenía un lugar reservado en la historia del fútbol neozelandés. Era héroe nacional y portada de todos los periódicos.

Llegamos a Brasil sin que ninguna responsabilidad pesara sobre nosotros, pero con una especial expectativa por lo que pudiéramos hacer después del histórico empate logrado frente a Italia en el anterior mundial. Debutamos contra Holanda y tuvimos suerte. Un férreo planteamiento defensivo y una gran actuación de nuestro portero nos permitieron mantener el cero y sumar nuestro primer punto. Intercambié camiseta con Arjen Robben y me fui con amarilla por un cruce de palabras con Van Persie (agrandado, trató de hacerme un túnel y creyó que yo no le iba a decir nada). Nuestra segunda salida fue la gloria: Vencimos 3-1 a Japón. Estuve impasable por mi costado y cobré un tiro de esquina templado que nuestro centrodelantero Chris Wood empujó de cabeza hacia las redes para anotar el segundo gol. En la agonía del partido cobré un tiro libre impecable que significó el tercero. Me calificaron con 8 puntos y para FIFA.com fui la figura de la cancha.

En el partido que definía nuestra clasificación a octavos, nos correspondió jugar contra una sorprendente selección de Colombia. Los dirigidos por Leonel Álvarez habían debutado goleando a Japón y luego dieron el batacazo del grupo, venciendo a una Holanda venida a menos por problemas internos. Con un empate, ambos equipos estaríamos del otro lado. A 10 minutos del final, el encuentro registraba igualdad a un tanto. En juego simultáneo, Holanda goleaba 5 a 0 a los nipones. Colombia logró una combinación rápida y precisa. Un centro que llegó por mi costado, sorprendió la espalda de los centrales y Jackson Martínez anotó el gol que nos sacaba del mundial. Ese gol debió gritarse más en Ámsterdam que en el país cafetero. Nos jugamos los restos en ataque, pero nada parecía abrirnos la puerta del arco tricolor.

Entonces tuve que apelar a mi naturaleza latina. Teníamos un intrascendente cobro a favor en mitad de campo y el tablero del cuarto juez marcaba un exiguo minuto de descuento. Dejé la pelota para que ejecutara el cobro uno de los centrales y corrí despavorido hacia el área rival. Busqué a Leyton Jiménez y le dije al oído: “hey, morocho pecoso, soy de la tierra, yo iba a verte a norte… No me dejés morir… A ustedes les da igual ganar que empatar”. Más que un agarrón de camisa, lo que hizo Jiménez en contra mía fue un tacle de rugby. Gigante. Ni Óscar Julián Ruíz se lo hubiera podido tragar. Tomé el balón. Elegí el palo. Caminé despacio. Ejecuté a la izquierda. Ospina se la jugó al palo contrario. No me moví. Me dejé caer sobre el punto penal y allí mismo me abrazaron mis 10 compañeros, que parecían ser la nación neozelandesa en pleno, volcada sobre mí. De la tribuna caía un rudimentario “Loaiza, Loaiza, Loaiza”, casi ininteligible. El juez pidió el balón y continuamos con el festejo.

Del resto, prefiero no acordarme. No pude jugar el partido de octavos. Cuatro días después de mi proeza, estaba de regreso en Wellington. La opinión pública neozelandesa no reprochaba mi actuación; al contrario, solidariamente parecía compadecerse de mi equivocación. Dejé el fútbol como actividad de competencia. Volví a “The Kick”, al lado de mi socio Clemens y sólo podía dedicarle mis goles de recocha a la niña de los labios de rubí. Traté simplemente de llevar una vida normal. Pero jamás olvidaría aquel instante fatídico en que fui designado para la prueba del doping. Ah, malditos delantales blancos de los laboratoristas. Maldito positivo. No era falso, pero maldito igual. La muestra arrojó vestigios de THC. ¿Qué le pedían a un pobre ser humano? ¿Abstenerse de un porro en una playa brasilera hecha carnaval, el día previo a un juego en el que se cumplía su sueño de hacer parte activa de un mundial? Que se jodan. Parece que para ser futbolista hay que dejar de tener vida y de eso sí no fui capaz.

*Columna original del grupo Es muy bonito, es muy hermoso, ser un buen hincha del Poderoso.

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