jueves, 29 de marzo de 2012

Muerte en la tarde

Hace más o menos un mes un profesor de la universidad propuso en clase una actividad relacionada con la lectura de un libro. La cosa pintaba bien pues el profesor, exigente como pocos, durante el semestre había acertado a la hora de recomendar lecturas. El título "Muerte en la tarde" a mí poco me decía, pero su autor, Ernest Hemingway, sí; un libro de un nóbel recomendado por alguien que tenía buenos antecedentes a la hora de sugerir textos, emocionaba. Cuando por fin estuvo en mis manos la cosa empezó a cambiar: la portada del libro era la imagen de un torero realizándole una verónica a un toro que sangra. Todavía tenía la esperanza de que se tratara de una buena novela de algún torero, por ejemplo, o que la portada no tuviera nada que ver con el libro, como tantas veces pasa. Pero no. El baldado de agua fría llegó cuando leí en internet (como lo hago siempre antes de empezar algún libro) los comentarios que de él se hacían; el de Hemingway era un libro de culto en el ámbito taurino mundial: es un texto que cualquier amante a los toros conoce y disfruta; es un largo ensayo en donde se hace una descripción técnica y minuciosa de una corrida vista desde los ojos del autor.


Fue difícil leerla. El asco, el odio, el dolor, la impotencia, el asombro, todo esto se hacía presente con cada página que pasaba. Terminar el libro me sirvió para reafirmar mi posición contraria a la tauromaquia. Ese era, al final, el objetivo del profesor: darnos bases suficientes para poder criticar algo con fundamento, como se supone debe hacerlo un buen periodista (y creo que cualquier persona).

Para escribir sobre un tema tan polémico y del cual se ha dicho tanto, quise hacerlo de una manera diferente: lo hice tomando como plantilla una providencia de la Corte Suprema de Justicia (la idea era emitir un juicio hacia el tema tratado en el libro y me pareció acertado hacerlo de esta manera).

Aclaro, no es un texto jurídico.

***

Teniendo en cuenta los testimonios dados por las partes y los aportes dados por los testigos, se decide que la tauromaquia no es arte ni cultura, ni mucho menos una fiesta. Y se propone su abolición inmediata, esperando que ésta se haga de manera consciente y racional por parte de la población civil y no por una simple orden administrativa dada por el Ejecutivo o por una providencia dictada por la Rama Judicial.

Antecedentes

El accionante, Ernest Hemingway, solicitó la protección al derecho de disfrutar de la fiesta taurina, aduciendo que se trata de una tradición de vieja data y explicando que la tauromaquia es un arte que quienes conocen saben valorar.

Para apoyar su petición, el demandante adjuntó su libro Muerte en la tarde, donde están claramente explicadas sus razones de defensa al toreo. Cabe decir que, para los conocedores del tema, este libro se convirtió en un texto de culto y un documento de referencia mundial de la tauromaquia (arte del toreo).

Aduce Hemingway que cualquiera está en su derecho a que no le gusten los toros, pero que a quienes sí les gustan, quienes de verdad disfrutan del arte del toreo, les debe ser respetada su elección, que sigue el camino de una tradición que nació en España pero que ha llegado a más partes en el mundo para la dicha de los taurinos. Dice entonces que “es moral lo que hace que uno se sienta bien, inmoral lo que hace que uno se sienta mal. Juzgadas según estos criterios morales que no trato de defender, las corridas de toros son muy morales para mí.”

En opinión del actor la tauromaquia hay que saberla apreciar y disfrutar como un conjunto que integra una infinidad de elementos que la hacen ser un arte digno de admirar. Lo compara incluso con un buen vino cuando dice que “el vino es una de las cosas más civilizadas del mundo y uno de los productos de la Naturaleza que han sido elevados a un nivel mayor de perfección”, por lo que la comparación con esta bebida no es tan disparatada; como con el vino, una corrida de toros debe saber apreciarse, y para disfrutarse debe conocerse. De nada sirve tomarse un vino si no se tiene el paladar educado; ¿cómo criticar entonces una corrida si no se conoce su funcionamiento y si se tienen prejuicios morales? “El placer se acrecienta con el conocimiento”.

Recalcó también que una corrida de toros es hermosa porque representa una tragedia; es la representación perfecta de la vida y la muerte; de la victoria del ser humano. Dice en su libro que “en la corrida está la tragedia, a mi modo de ver, tan ordenada y disciplinada por un ritual proceso” que enfrenta la fuerza desmedida del toro contra la astucia y la inteligencia del hombre; un combate donde el segundo, provisto de razón, sale como vencedor para la alegría de la plaza que disfruta con los movimientos de la capa, las puestas de las banderillas y sobre todo, con la estocada final de la espada. En palabras del demandante “el matador tiene que dominar al toro por su conocimiento y por su arte, y en la medida en que lo consigue con gracia resulta hermoso de contemplar”.

Por otra parte, sale en defensa del toro, aduciendo que el animal es tratado como un rey hasta el día de su ejecución, aunque aclara que “la corrida de toros normal es una tragedia y no un deporte; el toro tiene que morir”. La muerte es un componente constante en este tema y es, para quienes gustan de esta práctica, el elemento más importante de todo el ritual; es lo que lo convierte en arte: “La corrida es el único arte en que el artista está en peligro de muerte constantemente, y en el que la belleza del espectáculo depende del honor del torero”. Y de la muerte del toro. Sin el deceso del animal la corrida se considera un fracaso rotundo y el honor del torero se pierde por completo.

Consideraciones

Me corresponde analizar las declaraciones dadas por el señor Ernest Hemingway en las cuales defiende a ultranza – y a la vez explica detalladamente- todo lo referente a la tauromaquia. Para esto, y tomando en cuenta lo dicho por el accionante, se escucharán también las consideraciones de quienes están en contra de esta tradición afirmando que atentan contra los derechos de los animales y de la moral pública, pues es un acto de barbarie y que en nada tiene que ver con el momento histórico de los tiempos que corren.

En este sentido, Matías Gil, defensor de los derechos de los animales, ataca de frente a la tauromaquia, la cual cree que es un acto irracional e inhumano, pues no puede ser fiesta ningún hecho en el que alguien o algo sufra y muera como pasa con el toro en una corrida.

“Las corridas de toros son una forma de violencia, que no va acorde con el progreso y la evolución de las sociedades humanas”, aduce Gil para rechazar tajantemente las afirmaciones de Hemingway. Y para refutar la idea de que una corrida taurina pueda ser considerada arte y cultura, dice que “cualquier acto humano, que maltrate y torture a algún ser vivo, no puede rotularse con estos términos”, y se pregunta, de manera muy acertada, “¿arte es ver cómo le quitan la vida a un animal, sin misericordia ni dolor alguno por lo que puede sentir éste y además de todo disfrutándolo?, ¿es arte pagar y disfrutar para ver cómo se desangra un animal en la arena, cuando está allí porque lo obligan a estar y simplemente lucha por su vida?”.

El dolor y el sufrimiento son los elementos comunes de quienes atacan la tauromaquia. El toro es un ser vivo, un animal que siente y sufre como lo haría cualquier otro. Se dice que el toro sufre de intensos dolores durante la corrida, pues es sencillamente imposible que después de que en su lomo son clavadas banderillas que desgarran su carne con cada movimiento, y luego de que es debilitado cuando el picador carga contra su lomo, el animal no sienta dolor y sufra. Los animales, está comprobado por la ciencia, tienen un sistema nervioso central que los vuelve seres sensitivos. Entonces sí sufren y además están condenados a morir, como lo acepta en su libro el señor Hemingway: “El toro se convertía en un animal enteramente distinto una vez que las banderillas le habían sido puestas, y yo lamentaba la pérdida de aquella libertad salvaje que había traído el toro a la plaza, y que alcanzaba su más alta expresión al cargar sobre los picadores. Cuando se le han puesto las banderillas, el toro ya no tiene escape. Está sentenciado”.

Decisión

En mérito de lo expuesto y luego de conocer las dos posturas, queda claro que si bien la tauromaquia es una tradición de cientos de años de antigüedad, no puede ser posible que en la actualidad, cuando la civilización ha avanzado tanto y se ufana de respetar los derechos de los animales, de estar en armonía con ellos y sabiendo que el toro sí sufre y que está condenado a una muerte trágica, con intenso dolor y bajo la divertida mirada de los espectadores que disfrutan con su muerte, se decide quitar el estatus de arte y de cultura a esta práctica macabra que muestra la crueldad del ser humano.

El grupo musical español Ska-p refleja claramente las posturas que aquí se tienen y con las cuales se toma esta decisión, cuando en su canción Vergüenza, que se refiere al tema de la tauromaquia, dice: “Llamar cultura al sadismo organizado, a la violencia, a la muerte o al dolor, es un insulto a la propia inteligencia, al desarrollo de nuestra evolución”. Las corridas son sádicas y para nada culturales; tradición no significa cultura. Y son violentas, porque premian y convierten en espectáculo al rito que disfruta de la muerte.

Notifíquese y cúmplase,

@David_Araque

lunes, 30 de enero de 2012

Del Olvido que seremos


Escribir, redescubrir y describir la figura paterna fue la tarea que llevó a cabo Héctor Abad Faciolince en su libro El olvido que seremos. La tarea se complicó cuando el principal protagonista, su padre, el médico Héctor Abad Gómez, tuvo como principal característica el ser un hombre bueno, admirable, solidario y, en opinión del propio autor, casi mesiánico. Describir a alguien bueno (y más si se refiere al amado padre) es una tarea titánica de la cual Faciolince sale bien librado.

La melosería y la cursilería son escollos que acompañan el camino que transita el libro; una cornisa que se vuelve peligrosa y de la cual el lector puede caer fácilmente al descubrirse agotado por tal fanatismo que profesa quien escribe sobre la memoria de su padre. Pero Abad Faciolince lo hace de una manera sobresaliente; sobria y moderada, la historia logra incluso hacer sentir al lector identificado con sus propios recuerdos. Abad Gómez es en muchos pasajes del libro el padre de todos los que, al leer, lo estamos conociendo.

El olvido que seremos es “un homenaje a la memoria y a la vida de un buen padre”, como lo dice el autor en las páginas finales del libro. Un memorial sin agravios que sin seguir un orden estrictamente cronológico, relata los recuerdos más profundos y sinceros de un hombre que se veía a sí mismo reflejado en la figura de su padre; un hombre que creció rodeado de mujeres, en el marco de la tradición paisa y bajo la constante amenaza de una religión que promovía el temor a Dios; un hombre que veía a su padre, liberal, intelectual y ateo, como un oasis en medio de ese gran desierto de conservatismo recalcitrante.

Del niño mimado que ama por sobre todas las cosas a su padre, al joven que crece admirándolo y aprendiendo todo lo que sabe de él, hasta llegar al adulto que, al verse tan apegado a esa figura paterna, decide irse a otro país para desligarse de esa sombra y así poder por fin vivir una vida propia. Este camino, esta relación de padre e hijo, lo recorre el libro página por página; un vínculo que incluía una historia familiar que no siempre fue fácil y que osciló entre la felicidad y la tragedia, como una moneda que giraba mostrando sus dos rostros y que se negaba a caer.

La muerte y el olvido son lugares comunes en el libro y dotan de un tono lúgubre todas sus líneas. Al fin y al cabo, fue la muerte del propio padre y el temor a que su figura quedara en el olvido, lo que llevó a Abad Faciolince a escribir estas memorias, en un intento por grabar en la historia el recuerdo de su padre y su eterno amor a él. Pero no solo el deceso de Abad Gómez es retratado en el texto. También, y de una manera más sentida, está la descripción de la dolorosa, penosa y larga enfermedad y muerte de su hermana mayor, Martha, quien era la alegría de la familia, la admiración de propios y extraños y la más querida por sus padres y hermanos. Con la muerte de Martha la vida de todos cambió. La gran tragedia es descrita crudamente por el autor como la primera vez que la tristeza tocó a la puerta de su casa, para nunca más irse. Y en medio de tanto dolor, la repartición de culpas, los lamentos y los disgustos, alteraron para siempre la vida de la casa Abad Faciolince.

Luego de la muerte de su hija, la vida del doctor Abad no volvió nunca a ser igual. La impotencia y la desolación que sintió al ver morir a su hija mayor por un cáncer que fue invencible, incluso después de ser tratado por los mejores especialistas del mundo, hizo que su propia vida perdiera el sentido que hasta ese día había tenido. Durante los años siguientes trató de seguir siendo el padre amoroso y el esposo cariñoso que siempre fue, sin un total éxito. Sumido en una profunda melancolía, al papá de los Abad Faciolince terminó la crianza de sus hijos y por fin, pudo dar rienda suelta a lo que sería su última gran batalla: la defensa de los derechos humanos. Ya no había nada que lo atara; sentía que su deber como padre había concluido. Era el momento de luchar por los que no tenían voz, por las víctimas de un país que en esos años (las década de los 70 y 80) torturaba, desaparecía y mataba diariamente a quienes pensaban diferente. Como médico, el doctor Abad trabajó siempre en la prevención como base de la salud pública, que evitara enfermedades en vez de curarlas; como promotor y defensor de los derechos humanos, denunció desde los micrófonos de las emisoras y desde las páginas de opinión de los periódicos a los responsables de los atropellos que sufrían todos los que se atrevían a trabajar por un mejor país desde la disidencia pacifica. Al final, la historia del libro refleja lo que fue (y todavía es) la historia de muchos colombianos. Es un caso representativo de alguien que prefirió cambiar al país, no desde las armas, sino desde la resistencia pacifica. La lucha por una sociedad más justa fue el sueño que se llevó a Héctor Abad Gómez. En el fondo, él sabía que lo iban a matar y estaba preparado; “Yo no quiero que me maten, ni de riesgos, pero tal vez esa no sea la peor de las muertes; e incluso, si me matan, puede que sirva para algo” dijo alguna vez entre risas. Y lo mataron. Será difícil saber si su muerte sirvió para algo o no; aparte de la indignación, rabia e inmensa tristeza que produjo en su familia y en la ciudad su deceso, las cosas no han cambiado mucho en comparación a lo que fueron esos años, pues Colombia sigue siendo ese lugar en donde se amenaza y mata a quien piense diferente y trabaje para cambiar el status quo dominante.

Si para algo sirvió esta tragedia fue para sensibilizar al autor y, después de varios años, para llevarlo a escribir con su propia mano la historia de su familia; en especial la de su padre, a quien el olvido le estaba arrebatando de su memoria esa figura que ahora será eterna.




Al fin y al cabo es el olvido el lugar que a todos nos espera. Se dice que uno no muere mientras se le recuerde, pero todo, absolutamente todo, está condenado al olvido. El tiempo todo lo devora, hasta los recuerdos más profundos que son los que más tardan en partir. Entonces está el papel, que en palabras de García Márquez es la mejor memoria; y este libro así lo ratifica: una historia de un hombre bueno que partió hace algunos años y que, gracias a estas líneas, vuelve a existir en la mente de quienes lo leemos e imaginamos.